October 06, 2009

Daisy Singer’s Monumental Blues




Daisy Singer: hija menor de un tycoon emblemático de los tiempos de la Gran Depresión –la que derribó imperios económicos en el primer cuarto del Siglo XX. Ella sufrió su propia Gran Depresión, la que derribó su imperio. Mientras que su padre logró recuperarse vendiendo óleos de su autoría entre sus adinerados conocidos, sobreviviendo incluso a un escándalo de prostitución de altos vuelos, Daisy no pudo más: un día de verano (la peor estación del año para ella) se sumergió en la tina y se cortó las venas. Toda su vida había hecho esfuerzos por convertirse en una “gran artista triste”, pero no es que lo haya logrado con su suicidio, pues la tristeza estuvo presente en todo momento de su existencia. “Mami”, le rogaba Daisy a su madre, quien igual que ella, había atravesado por un severo cuadro de depresión, “cuéntame de tu depresión y cómo la superaste”.

Un ensayo: la joven Daisy –la que piensa en el suicidio como un derecho humano y que solía disfrutar sus lapsos depresivos- se para en el quicio de la ventana del departamento de sus padres en Central Park West –en un onceavo piso, mirando el skyline neoyorquino- y se queda ahí, probándose, considerando si sería capaz de dejarse caer de cabeza. Pero no lo hace. Daisy (seudónimo inventado por Patricia Bosworth, su biógrafa; el de pila: Diane Arbus) esperó 48 años para tomar su última cena, la cual se sirvió hasta 1971, ya en el fondo de una espiral descendiente de la que no pudo salir desde que en 1966 le diagnosticaron hepatitis. La mañana del 26 de julio deslizó una foto bajo la puerta de su amigo Marvin Israel, quien se sintió preocupado porque ya no contestaba el teléfono y al visitarla se encontró con la última escena de su mondo freak: se encontraba en la bañera, totalmente vestida y con las muñecas ensangrentadas, muerta por una sobredosis de barbitúricos.


ARISTOCRACIA
Reacia a ser recordada como fotógrafa de fenómenos. ¿Qué acaso nadie notaba que sus retratos de individuos con singularidades físicas, celebridades, escritores como Norman Mailer, músicos como James Brown o retrasados mentales poseían todos una mirada particular? En un anuario de la escuela, el pie de su foto anunciaba: “Diane Nemerov-sacudirá el árbol de la vida de donde caerán frutos insólitos”. Algo insólito no es la deformidad, sino la normalidad. Decía que “la belleza en sí es una aberración – una carga, un misterio”.


No todos los sujetos de sus fotografías entran en la categoría de fenómenos, pero todos llenaban sus expectativas, eran anomalías de la naturaleza y la sociedad como el niño que sostiene una granada de mano o el bebé moqueante del concurso. El resultado estético de su trabajo tiene que ver con su manera de abordar (a veces, más bien atacar) a sus sujetos, no con una búsqueda preconcebida de fenómenos o aberraciones de la naturaleza. Y a los que sí entraban en el universo sideshow los consideraba aristócratas –como a su propia familia. Hay algo más profundo en sus fotografías que la fama que se creó alrededor de su obra y su biografía. Uno de sus maestros en la Fieldston School le enseñó la relevancia del mito, de los rituales. Lo que vemos en sus fotografías son rituales, y gente llevándolos a cabo. Desde luego que hay una búsqueda de los personajes más singulares. Los hippies no tuvieron nada que ofrecerle, no eran más que simples adornos de una época, aburridos y vacíos. Encontraba mucho más en otros momentos en los que suelen reunirse personajes peculiares, como juegos de baseball o reuniones familiares. Es decir, ceremonias. Entre ellas, la ceremonia de la muerte, y “el suicidio en las caras de  Marilyn Monroe y Hemingway”, de haberlos podido retratar.


Sus retratos de outsiders incluyen lo mismo niños ricos –“Exasperated Boy with Toy Hand Grenade”, de 1961-,  que ciegos, enanos rusos, retrasados mentales, gitanas, travestis, la madre de Lee Harvey Oswald, hermafroditas, boy scouts, gigantes judíos, nudistas, indigentes, trillizas, cuerpos en descomposición, escritores como Jorge Luis Borges o William Burroughs, lisiados y, de haber desarrollado su proyecto, los grandes perdedores de la historia habrían pasado por su cámara. Uno de esos losers que le hubiera gustado retratar era Hitler. Otros dos de sus modelos imposibles: Homero y Charles Manson. “Hay cosas que nadie vería a menos que yo las fotografiara”, solía decir. En todas sus facetas plasmaba un punto de vista especial, incluso marginal.


HUBERT’S FREAKS

Apenas en 2008, Gregory Gibson hizo pública una de las muchas historias que están por contarse sobre Arbus (Hubert’s freaks). En un libro más bien mediocre que el autor adereza con la historia personal de Bob Langmuir, un tipo dedicado a la compraventa de libros viejos y memorabilia relacionada con la black Americana, quien por una casualidad en su vida se topa con un baúl en el que se esconden cinco fotografías inéditas de Diane, se establece cómo fue que la fotógrafa estuvo relacionada con el submundo de los sideshows, algo de lo que no hay mucha información en la biografía de 1984 de Patricia Bosworth. Y un asunto igualmente interesante: saber cuál es el proceso por el que pasa una foto o juego de fotos para ser autenticado por Doon, la hija mayor encargada de proteger el legado artístico de su madre. Tras una búsqueda entre los miles de negativos que aún quedan sin revelar, se determina si una imagen fue tomada por la artista o no, y bajo el cuidadoso y (muy) celoso resguardo de la hija, se entiende como un tortuoso proceso que no se sabe si llegará a alguna parte.

Diane se sentía atraída por el peligro o las situaciones límite. Si soñaba pesadillas, apagaba la luz para que vinieran los monstruos. Si asistía a una reunión de nazis, simplemente observaba sin parpadear, igual que a los exhibicionistas del metro o a una mujer de color que deambulaba por la calle con un seno de fuera mientras lanzaba oraciones al cielo. Su fantasía erótica jugueteaba descaradamente con la violación. Confesaba envidiar a una de sus amigas que había sufrido la experiencia. Buscaba cosas, historias, personajes. Lugares como las vecindades le atraían y se acercaba a estos sitios con su escudo protector: su cámara fotográfica y su equipo. Y el Museo de Hubert le ofrecía mucho de eso, rodeado de grindhouses –esos cines de baja estofa con corridas permanentes las 24 horas del día, de películas usualmente de género y que servían de refugio para indigentes, traficantes y solitarios de la ciudad.

Por medio del Hubert’s Dime Museum and Flea Circus –un lugar legendario de Nueva York, hundido en el sótano de un edificio en la calle 42 y que abrió todos los días del año durante 41 años- logró conocer a varios de los que serían los sujetos de sus fotografías, a los que comenzó a retratar en 1956 y hasta 1965 en que cerró sus puertas. Charlie Lucas, un hombre negro que hacía las veces de gerente del lugar, fue el vínculo entre ella y los aristócratas que allí laboraban. Y la fuerza de apalanque, su terquedad.

Lucas había entrado con gran éxito al negocio de los sideshows exhibiéndose junto a otras personas de color como nativos africanos (cuyo auténtico lugar de origen eran los billares) en la World’s Fair de Chicago. Hay que tomar en cuenta que un sideshow, sea como espectáculo de acompañamiento para un circo o como museo, no exhibe lo que el espectáculo general, sino actos aberrantes, fenómenos humanos, curiosidades animales, gente extraña, prodigios sin par de fenómenos físicos, mutaciones bizarras, quimeras, fenómenos de la naturaleza, perversiones físicas, proezas físicas increíbles... Las trampas de las que echaban mano los “dueños” de esos seres de la mitología popular moderna eran tan elementales como ingeniosas: animales rasurados para parecer mujeres con rasgos animales, hombres con enfermedades en la piel que parecían reptiles, etc.

En el sideshow de Hubert’s había un circo de pulgas, un hombre con 306 tatuajes en el cuerpo (Jack Dracula), una tragaespadas (Estelline Pike), un enano ruso (Andy Potato Chips, futuro modelo de Arbus), la contorsionista Lydia Suarez, un haitiano que tragaba y regurgitaba cigarros encendidos (Congo the Jungle Creep), un hombre-foca (Sealo the Seal Boy), una mujer lagarto llamada Mildred, Presto el mago, una princesa africana (Virginia, esposa de Charlie Lucas y conocida como Woogie), e incluso una ballena embalsamada. También laboraba ahí un gigante judío de nombre Eddie Carmel y un hermafrodita al que llamaban Alberto Alberta. Todos ellos hacían justamente eso: laborar. Y el suyo era el trabajo de actores. No se consideraban a sí mismos fenómenos. Es interesante enterarse del hecho de que durante su paso por el museo la mayor cantidad de imágenes que tomó no son de los seres sorprendentes que acabamos de enlistar pues, por poner un ejemplo,  un personaje que solo figura una vez en los retratos inéditos es Bill Durk, un hombre con una tremenda deformidad facial.

El museo, irónicamente, sufrió varias mutaciones en sí mismo, pues pasó de ser una escuela a restaurante de langostas. Al final, la entrada de formas de entretenimiento (la pornografía y los juegos electrónicos) más redituables lo sepultaron. Hubert’s terminó siendo un ruidoso local de maquinitas.

En la biografía de Bosworth aparecen muchas claves de las razones por las que Diane se habría sentido atraída hacia las anomalías de la naturaleza. Una: el óleo que pintaron de ella y su hermano en la que, recuerda Howard, por “la dificultad del artista con la perspectiva, hacía parecer que teníamos muñones calzados, en vez de pies”. Otra, su propia y pequeña deformación física: un prominente esternón que saltaba a la vista si vestía ropa ligera. Una más: el día que su amigo Emile de Antonio la llevó a ver Freaks, la cinta de Tod Browning, película que se volvió su obsesión, al punto de conseguir que Gregory Ratoucheff posara para su lente. También se menciona su encuentro con Charles Reynolds, un fotógrafo de circos, quien también la llevó a conocer el mundo de las carpas y sus personajes.

Lucas (Richard Charles Lucas) fue el vínculo de Arbus con el submundo de los sideshows. El baúl que Langmuir compra contiene, entre otros objetos, una nota escrita por Lucas que dice: “Diane Arbus, 131½  Charles St. WA 4-4608”. Una prueba del paso de Diane por el lugar, que, se especula, la influyó definitivamente. Langmuir intuye que algunas de las fotografías que también vienen en el baúl, fueron tomadas por una Arbus apenas iniciando su camino por el mundo de la fotografía de aristócratas. Las cinco imágenes halladas en el baúl poseen cualidades de fotos instantáneas, como de ensayos previos a aquellas obras que conocemos de Arbus: mujeres puertorriqueñas, una serpiente devorando un ratón... El lote, que fue vendido a Bob Langmuir por un tal Bayo Ogunsanya, se volvió el centro de una disputa, pues el propietario no supo lo que estaba vendiendo: un tesoro que le cambió, económicamente, la vida a Langmuir.


Hubert’s freaks. The rare-book dealer, the Times Square talker, and the lost photos of Diane Arbus.
Gregory Gibson
Hartcourt, 2008


Diane Arbus

Patricia Bosworth
Norton, 1984

*Publicado en la revista Este País

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